¿Cómo levantar acta de un hecho tan infrecuente?
Por si merece la pena
me adentro en la descripción
sin permiso de veladora,
pensando que tal vez ahora,
cuando aún me siento contento,
pueda repartir emoción
y ganarme el consentimiento.
Difícil se me hace el verso
para largar mi pensamiento
en algo que le merece;
lo intentaré con la prosa,
aunque han de salirme estrofas
o cosas que lo parecen
sin quererlo, algunas veces.
Subo al Huerto tarde y con desgana, sólo por cumplir la promesa de acudir a la celebración de dos cumpleaños. Voy ligero de esperanzas y con un atillo de dudas: con este clima inclemente seguro que no sube nadie; ¿por qué tienen que venir en el día de su nacimiento, con humedades y frío, si pueden celebrarlo en casa con los suyos o los amigos, calentitos y contentos? Cuando me encuentro cerca, entre las brumas de esta mañana de grisácea monotonía atisbo ya de reojo presencias multicolores. Me aproximo. La escena se configura en un sorprendente realismo mágico: tras una cortina de granizo fino que cae en ese momento, en torno a una mesa con restos de nieve, cuatro siluetas sonrientes, y amparadas en granates, esmeraldas, azulados, albos y amarillos, escancian sidra que elevan en brindis a la intemperie, al cielo o, tal vez, a los dioses de la tierra. ¡Ay…, quién pudiera transmitir la sensación de ese momento!
Lo que viene después es más sencillo de describir. El acomodarnos en el refugio con mesa y mantel cubierto de viandas: la jugosa tortilla hecha con huevos de gallinas felices; el queso fresco que se disuelve en el paladar, dejando aromas a recental; el pan dorado y crujiente; los frutos secos y un condumio de gustillo exótico y extraño nombre que aportan los dos postreros comensales; y (que me perdonen las ausentes) la tarta!: escarchados dátiles flotando en un mar de chocolate derretido en su justa textura, como para pringarse los dedos y perderse en éxtasis de sabores mientras zampamos el jugoso bizcocho que lo sustenta. Todo ello regado, a más de la sidra, con sosegadas y repetidas libaciones de un portentoso “rioja”.
Así, concluido el festín, con la sonrisa desbordada y la cabeza templada, fuimos descendiendo sin hacer caso al lamento de los pies a punto de congelación. Y lo dejo, antes de que me salga un mal verso.
Por si merece la pena
me adentro en la descripción
sin permiso de veladora,
pensando que tal vez ahora,
cuando aún me siento contento,
pueda repartir emoción
y ganarme el consentimiento.
Difícil se me hace el verso
para largar mi pensamiento
en algo que le merece;
lo intentaré con la prosa,
aunque han de salirme estrofas
o cosas que lo parecen
sin quererlo, algunas veces.
Subo al Huerto tarde y con desgana, sólo por cumplir la promesa de acudir a la celebración de dos cumpleaños. Voy ligero de esperanzas y con un atillo de dudas: con este clima inclemente seguro que no sube nadie; ¿por qué tienen que venir en el día de su nacimiento, con humedades y frío, si pueden celebrarlo en casa con los suyos o los amigos, calentitos y contentos? Cuando me encuentro cerca, entre las brumas de esta mañana de grisácea monotonía atisbo ya de reojo presencias multicolores. Me aproximo. La escena se configura en un sorprendente realismo mágico: tras una cortina de granizo fino que cae en ese momento, en torno a una mesa con restos de nieve, cuatro siluetas sonrientes, y amparadas en granates, esmeraldas, azulados, albos y amarillos, escancian sidra que elevan en brindis a la intemperie, al cielo o, tal vez, a los dioses de la tierra. ¡Ay…, quién pudiera transmitir la sensación de ese momento!
Lo que viene después es más sencillo de describir. El acomodarnos en el refugio con mesa y mantel cubierto de viandas: la jugosa tortilla hecha con huevos de gallinas felices; el queso fresco que se disuelve en el paladar, dejando aromas a recental; el pan dorado y crujiente; los frutos secos y un condumio de gustillo exótico y extraño nombre que aportan los dos postreros comensales; y (que me perdonen las ausentes) la tarta!: escarchados dátiles flotando en un mar de chocolate derretido en su justa textura, como para pringarse los dedos y perderse en éxtasis de sabores mientras zampamos el jugoso bizcocho que lo sustenta. Todo ello regado, a más de la sidra, con sosegadas y repetidas libaciones de un portentoso “rioja”.
Así, concluido el festín, con la sonrisa desbordada y la cabeza templada, fuimos descendiendo sin hacer caso al lamento de los pies a punto de congelación. Y lo dejo, antes de que me salga un mal verso.